domingo, 11 de mayo de 2014

El augurio de un apocalipsis. Algunas ideas sobre Plataforma (2001) de Michel Houellebecq



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Michel Houellebecq podría incluirse en esa categoría de “pensadores bajos” que construye Tomás Abraham: la bajeza en el pensar en tanto un desplazamiento de intereses y un vitalismo contrario a la ley moral de la época. Las perversiones inconfesadas, la sordidez ciudadana, todo lo que carece de altura moral o cívica; son pensadores que revisan los subterráneos de la sociedad. Y, como postula Abraham para definir la cosmovisión del pensador “bajo”: uno no debe fiarse jamás en ningún sistema de pensamiento desexualizado. (cfr. Pensadores bajos: Sartre / Foucault / Deleuze. Buenos Aires: Catálogos, 1987.)




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La literatura de Houellebecq es todo lo que Milan Kundera pregona como función esencial del género de la novela: “contradictora de certezas ideológicas”.

En Plataforma de Houellebecq somos testigos del advenimiento de una suerte de sistema moral. Lo que en principio parece sólo el relato cínico de una existencia póstuma y degradada, termina mostrándose como la única vía posible dentro de una humanidad inhóspita y una civilización en la decadencia más terminal, sumida en el espejismo de la prótesis hedonista destinada a suplir la angustia. Como en las novelas de Conrad, esta angustia es la del hombre europeo que encuentra en las colonias (en Houellebecq se trata del mundo post-colonial) un motivo de goce y de desprecio, escenario ideal para una necesidad voraz e incontenible de autenticidad y felicidad, de placer solitario y reconcentrado. Y es que algunos hombres, en los paraísos salvajes, se vuelven dioses hoscos y meditabundos.

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Decir que el pensamiento de Houellebecq es conservador o de derecha es inexacto y fácil, quizás por evidente. Las simpatías del autor por la derecha neoliberal, la oda cínica a la globalización sexual que puede encontrarse en Plataforma y su constante anti-islamismo responden a verdades que son autónomas a lo que podría llamarse la “derecha” europea, pero que, sin embargo, sólo allí pueden cristalizar. Aun así, a todos estos rasgos Houellebecq les opone una sincera indiferencia existencial hacia la política y un desprecio absoluto y resignado por la cultura occidental:

Seguiré siendo hasta el final un hijo de Europa, de la angustia y de la vergüenza; no tengo ningún mensaje de esperanza. No odio Occidente, todo lo más lo desprecio con toda mi alma. Sólo sé que, tal como somos, apestamos a egoísmo, masoquismo y muerte. Hemos creado un sistema en el cual ya no se puede vivir; y lo que es más, seguimos exportándolo.

Existe, es cierto, una derecha crepuscular y pesimista hasta la despolitización (Spengler, Céline), pero Houellebecq logra instalarse en una zona donde el egotismo reaccionario se vuelve siniestramente progresista, un carácter que no se sustenta en las complacencias de la derecha neoliberal, pero tampoco en las pasiones de las derechas militarizadas.
Hay algo siniestro en  la idiosincrasia francesa actual, algo violento y a la vez frío, como una forma refinada y sofisticada de sordidez. Es la misma violencia sucia y aviesa, nocturna, que vemos en el cine de Gaspar Noé (Solo contra todos, Irreversible) y que configura el entorno ideal para el misterio traumático de Caché de Michael Haneke. Una Francia saturada de inmigrantes monstruosos y sanguinarios como orcos: la verdad de esta imagen no es relevante (tampoco su filiación ideológica, que nunca es necesariamente reaccionaria) sino su capacidad para despertar horror (recordemos que Houellebecq es un confeso discípulo de Lovecraft). Una película como Irreversible no puede despertar meramente odio racial, sino un espanto distribuido en iguales dosis tanto hacia la obscenidad y la liviandad de los europeos asediados como hacia la ferocidad y el resentimiento de los extranjeros asediantes. Ambas partes son las caras opuestas de una misma experiencia: el hombre puede ser el peor de los seres imaginables, aquel donde el horror del mal es más intenso cuanto más ambiguo y dosificado aparece, cuanto más es su contraste con la comodidad íntima de la vida burguesa.
Irreversible, por ejemplo, es una película que vi asustado y violentado, con ganas, ora de practicar el más puro ascetismo cristiano, ora de golpear a los personajes, a los actores y al director.

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La obra de Houellebecq abunda en intuiciones morales, pero carece de un sistema moral que vaya más allá de una vaga forma, sufrida y paténica, de autenticidad sexual. También se encuentra eso en Kundera o en Carver. Igualmente, los tres son los moralistas que nuestro tiempo merece: confundidos, han recorrido los tortuosos caminos del pecado y de la angustia vacía, y han salido de allí con verdades desnudas y una sensibilidad de la que, en cierta manera, se declina una voluntad de pureza: sus obras no son las expresiones de seres condenados, puesto que pueden percibir el horror, y pueden percibir momentos extraños donde el mundo se torna sublime. No sucede lo mismo con autores como Bukowski, Fogwill o Lamborghini, en quienes podríamos tentarnos en encontrar una complacencia en el vicio y un descaro moral que allí donde logran acentuar la autenticidad a través de la transgresión, envilecen la interpretación de los móviles humanos, reduciéndolos sólo a símbolos planos de abyección, símbolos en los que no cabe la complejidad donde tal abyección se origina.

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Extraño en un escritor tan desapegado al mundo académico y a los intereses de la crítica literaria: Houellebecq ha escrito un denso y significativo ensayo sobre la obra de H.P. Lovecraft. Extraño también en la medida en que Houellebecq no es un autor de género, al menos en el sentido estricto de la palabra. No debe buscarse el parentesco con el autor de Providence en el carácter fundamentalmente especulativo de Las partículas elementales, Plataforma o La posibilidad de una isla – textos que, en todo caso, lo que tienen de ciencia ficción los acerca más al género utópico que a la literatura fantástica -, sino que debe buscarse, más bien en la esencial dimensión material que posee el horror en Houellebecq. Desde la percepción del cuerpo propio y el ajeno hasta la salvación por la sexualidad, todo en Houellebecq deambula entre formas de hastío y de éxtasis tan alienadas que, a diferencia del existencialismo tradicional, más que estados anímicos configuran estados físicos, al borde mismo de la distorsión expresionista.


[salvo por la ausencia de Lovecraft, este cuadro representa certeramente la dinámica de influencias en la obra de Houellebecq. Fuente: http://www.publico.es/detalle-imagen/391381/?c=http://www.publico.es/391381/houellebecq-contra-houellebecq]

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Como Céline, los personajes de Houellebecq obtienen la felicidad entre los escombros del cinismo y el Spleen. Y siempre se trata de la felicidad carcomida derivada de una resignación completa al goce en tanto última dimensión para superar el hastío y la molicie. A Oblomov, el voluntarismo de un amigo y la posibilidad del amor lo arrancan del pantano de la apatía existencial: a los personajes de Houellebecq sólo el advenimiento concreto y específico de una sexualidad sin rodeos (el sexo por placer, no como culminación insípida de rituales vacíos de seducción) puede hacerlos percibir la densidad vital y originaria de la voluntad.

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Plataforma: la fuerza misma del título, apenas esbozada dentro de la novela, ya muy avanzada la narración, como término de economía y mercadotecnia. En cierto momento, el protagonista, iluminado por el alcohol, imagina una sociedad globalizada y pacificada por medio del turismo sexual. El turismo sexual como utopía global. Lo propone como proyecto a un amigo que trabaja en una exitosa empresa de turismo. El amigo se apasiona ante la idea. “En un estado de excitación un poco irreal, intentábamos establecer una plataforma para repartirnos el mundo” (209).

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La novela abunda en veleidades sociológicas, colocando, por momentos, tanto la trama como sus personajes en el plano del pretexto doctrinario, como los personajes de los diálogos platónicos. Michel y sus interlocutores son hablados por el autor, quien expone una rigurosa serie de argumentos sociológicos en torno a la crisis moral de Occidente, la decadencia del primer mundo, la locura del Islam y el liberalismo sexual.

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Houellebecq parece querer concebir una versión negra de la utopía: la hermana deforme de In His Steps de Charles Monroe Sheldon, pero, por momentos, con la rigurosidad sistemática de un Walden Dos de Skinner.

Fuerza moral:
Hablar de la dimensión moral de una obra literaria es siempre engorroso y uno puede terminar entorpeciendo sus propios argumentos. Principalmente porque jamás, en esta época, se contará con el beneplácito y la aquiescencia del interlocutor. Decir hoy que la obra de Houellebecq es inmoral arrojaría un océano de refutaciones del tipo “¿es acaso inmoral representar la inmoralidad?”. Y eso en el mejor de los casos, puesto que el cuestionamiento hasta este punto tendría cierta razón. Pero no faltarían las objeciones como “pero, ¿qué es la moral?”, donde se puede ingresar, sin percatarse, en el terreno del cinismo. Ahora bien, a ningún “intelectual progresista” (y agrego otro par de comillas: “”) se le escapa que, por ejemplo, en la representación ficcional de la guerra, existen abismales diferencias entre Fullmetal Jacket de Stanley Kubrick y First Blood (mejor conocida como Rambo). No es ajeno para nadie que, mientras la primera configura una denuncia contra el absurdo de Vietnam en particular y la crueldad de la guerra en general, la segunda pertenece a ese sector de la industria norteamericana cuyas representaciones se pliegan a una concepción republicana del nacionalismo y a una por demás falaz y simplista representación de la realidad socio-política. Eso resulta innegable. Nadie preguntaría, frente a una denuncia ideológica contra Rambo: “¿es acaso inmoral representar la guerra?”. Nadie diría aquí: “pero, ¿qué es la moral?”. Pues estaría completamente claro que no es en el hecho de representar la guerra donde radica la inconsistencia (o ingenuidad, o malevolencia, según el caso) ideológica de la película. Sabemos también que no es necesario que los hechos estén falseados o manipulados para que sean denunciables, sino que la mera focalización, la mera selección de lo que se muestra y de lo que se oculta, ya configura un sesgo artero y contraproducente para la comprensión de la trabazón ético-política de la realidad. Y nadie dudará que Rambo, en la medida en que sea recepcionada por grandes masas de audiencias inconscientes de tales males, será un producto cultural deleznable y de terribles consecuencias en la mentalidad de la sociedad.
Ahora bien, si oponemos la inmoralidad de Mersault (el protagonista de El extranjero de Camus) y la de Michel (el protagonista autoficcional de Plataforma de Houellebecq), ambos caracteres construidos bajo una imagen de alienación y hastío, veremos sin inconvenientes lo que ambas representaciones tienen en común: una gran fuerza mimética para construir caracteres psico-sociales prototípicos y para denunciar, a través de ellos, un cierto malestar cultural. Ahora bien, todos sabemos que si Fullmetal Jacket y Rambo representan por igual la guerra, sólo una de ellas es pro-belicista; y aun así nos es más difícil distinguir, en el plano de la moral individual e interpersonal, cuándo las representaciones ficcionales entran en complicidad con el vicio representado y cuándo se configuran como denuncias. Camus se separa a sí mismo de Mersault. En cambio, Houellebecq es, casi sin matices, expresado en su propio personaje (falacia biografista aparte). Y esto ocurre del mismo modo en que nos damos cuenta que Rambo expresa la ideología de quienes lo hacen y que no se trata de una parodia progresista del belicismo, y del mismo modo en que sabemos que quien filma Fullmetal Jacket no puede responder a una ideología reaganista. La complicidad con lo representado es siempre perceptible. El problema radica cuando el objeto representado es más inasible para el receptor en materia de moral: la guerra es, por ripio, un valor negativo, mientras que la denuncia de la promiscuidad o la sobre-sexualización de las relaciones interpersonales son, en nuestra época, factores a los que puede costar más la estigmatización por reaccionarismo. Cierta asociación falaz entre moral e intolerancia ha hecho imposible la emisión de cualquier constructo ético que supere la barrera de lo colectivo a nivel político y ciudadano: las relaciones interpersonales, la familia, la sexualidad, quedan arrojadas a una anomia donde todo juicio es considerado, a priori, la expresión de un prejuicio violento y de una psicología reprimida. 

Fuerza formal:
En cierta porosidad discursiva, en la capacidad para dejar ingresar elaborados argumentos sociológicos o fragmentos de textos sobre organización empresarial, turismo, estadísticas o mercadotecnia, Houellebecq parece construir una enorme tesis, parece trabajar en una demostración de algo: señala horrores e inconsistencias atroces de la actual sociedad occidental, denuncia la violencia absurda del Islam y otorga soluciones que, abnegadas a cierto spleen, veneran el confort y el placer que el Primer Mundo ha logrado aislar a sus componentes básicos y la opone, como en un binarismo moral, a la hipocresía que configura el aplazamiento de deseo, la paradoja destructiva que constituye la institución psico-social de lo sexual despojada de la sexualidad concreta. Constantemente Houellebecq busca convencernos de que conoce minuciosamente todas las aristas y matices del mundo postmoderno, que su crítica no es exterior, sino que es completamente intestina.
Imagen de la felicidad sexual resignada y cínica (y lo material de su concepción del hombre):

Los órganos sexuales son una fuerte de placer permanente y disponible. El dios que nos hace desgraciados, que nos ha creado transitorios, vanos y crueles, también ha previsto esta débil forma de compensación. Si no hubiera un poco de sexo de vez en cuando, ¿en qué consistiría la vida? Una lucha inútil contra las articulaciones que se anquilosan o la formación de caries. Y todo, además, completamente falto de interés: el endurecimiento de las fibras de colágeno, el crecimiento de las cavidades microbianas en las encías. (181)

Fuerza imaginativa: originalidad en su incorrección política, heredero de una tradición maudit y transgressif de la literatura francesa: Baudelaire, Rimbaud, Flaubert, Génet, Artaud, Céline. Ese encanto terrible de la gracia literaria superpuesta a "la mala fe política" (como la llama Masotta para describir a Borges). Es el encanto lugoniano, el placer textual de Mujica Lainez o de Hugo Wast: la figura que encarna la lectura de la "buena" literatura fraguada desde la "mala" ideología es el onanismo de la progresía intelectual. Quizás la mejor representación de esa culpa cultural aparece en El traductor de Benesdra: el intelectual de izquierda que entra en crisis ante la seductora "belleza" intelectual de un ensayo fascista.

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Fuerza estética: el horror material, el mundo colonial percibido con grandeza poética pero también con ese espanto atávico con que lo percibe Conrad: la Tailandia de Plataforma es un perfecto “corazón de las tinieblas” visto como detrás de un escaparate, un mundo extremo cuyos placeres, domesticados, se pueden consumir sin riesgos. Hacia el final de la novela, el cristal se quiebra, y el horror irrumpe de forma absoluta.
Mezcla entre lo sublime y lo sórdido:
El tour lleva al protagonista y a los otros turistas hasta una zona paradisíaca e irreal. Michel posee una pequeña capacidad de asombro, reorientada constantemente hacia el pragmatismo de las posibles relaciones sexuales a su alcance. En un estado moderadamente depresivo y lánguidamente hastiado, observa: “El barco ya no se movía; habíamos varado en la breve eternidad de una tarde feliz” (41). Pocas líneas después, abandona la posibilidad de una apreciación pura de la belleza del entorno y retoma el hilo de sus pensamientos habituales:

Mientras visitábamos el Templo de la Aurora, anoté mentalmente que tenía que comprar más Viagra en alguna farmacia abierta. En el trayecto de vuelta, me enteré de que Valérie era bretona […] Apreciaba su voz dulce, su celo católico y minúsculo, el movimiento de sus labios cuando hablaba; debía de tener una boca muy cálida, dispuesta a tragarse el esperma de un amigo de verdad. (41-42)

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Fuerza moral: una representación contradictoria e inconsistente del amor.
Moderadamente asqueado después de una visita casual a un sórdido bar nocturno para sadomasoquistas, el protagonista le dice a su amante, quien se halla mucho más impactada:

- Es más simple de lo que parece… - dije al final -. Está la sexualidad de la gente que se ama, y la sexualidad de la gente que no se ama. Cuando ya no hay ninguna posibilidad de identificación con el otro, la única modalidad que queda es el sufrimiento… y la crueldad. (164)

Para Houellebecq, el malestar de la cultura occidental no sólo es sexual, sino concretamente sexual, específicamente ceñido al acto mismo del sexo:

Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo natural. No sólo se avergüenzan de su propio cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. (205)

Houellebecq dice: “Han perdido por completo el sentido de la entrega”. El opuesto: la “entrega” cristiana en las novelas de C.S. Lewis (ver That Hideous Stregth). La comparación es válida: ambos han construido una literatura donde la especulación anticipatoria (o la llana ciencia ficción) sirven de pretexto para un debate moral sistemático. El argumento de Houellebecq es pragmático: el hombre occidental pierde tiempo en rituales sexuales que no llegan a la consumación; la mujer occidental se demora en vacías seducciones que nunca llevan a una entrega física completa. Para Lewis, la "entrega" es precisamente aquello que sobra al contacto carnal, lo que queda fuera de la sexualización de las relaciones interpersonales. Si en Houellebecq la entrega sólo puede ser sexual, en Lewis la entrega es, expresamente, todo lo que se antepone a la sexualidad. Se trata de una entrega intelectual en el sentido huxleyano: "Un intelectual es una persona que ha descubierto algo más interesante que el sexo".

Fuerza cognitiva: naturalismo subjetivo, novela de tesis, experimento psicológico, balance moral de la época.
Fuerza mimética: tipicidad lukacsiana en los personajes; autonomía de carácter (el sujeto houellebecqueano); símbolo: el mal (de época) como anhedonia.
Fuerza moral: cinismo, moral descentrada: denuncia la mala fe de la época (en términos iguales a los de Sartre: los occidentales no se deciden al placer puro, quieren abrillantarlo con apariencias más elevadas: en este sentido, Houellebecq es un continuador de Sartre). Habría que criticar esto desde la idea de Zizek de que nuestra época ha construido un imperativo: “está prohibido no gozar”. Éste es un cierto fondo perverso en Houellebecq: la imposibilidad de una autenticidad fuera del goce (lo que Gabriel Marcel llama "regodeo en la vacuidad"), incapacidad heredada del psicoanálisis para separar la libido de una cierta representación sesgada de "lo genuino humano".

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Hay impostura en Houellebecq: no hay esteticismo, pero sí hay como una imagen artificial de la relación entre goce y autenticidad; desfuncionalización de la oposición entre Bien y Mal, mutada a una antítesis degradada entre asunción del goce concreto y represión. Una moral de la “entrega”, pero siempre entre comillas, pues se trata de una entrega codificada como fading de la conciencia, que es el único lugar desde el que se puede “entregar” algo, especialmente uno mismo a otro.

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Al protagonista de Plataforma le sucede lo que Stanislaw Lem, en Solaris, llama "un milagro terrible": adviene una forma de amor, la máxima posible dada su condición de spleen; aparece de forma inesperada para atarlo al horror de la pérdida. Su aparición es tan repentina como su desaparición. El encuentro como carencia posee una larga tradición (novelesca más que novelística): desde el Werther de Goethe a El túnel de Sabato. Un encuentro, casi mágico por la forma en que llena la carencia inicial, que está inscrito en su mismo advenimiento no como "lo que ha de perderse", sino como "lo ya perdido". Como el "milagro terrible" de Solaris, el encuentro como "imagen": presencia de una ausencia. Habría que analizar la forma en que Houellebecq construye la percepción que tiene el protagonista del encuentro amoroso fundamentalmente como "imagen", como una entidad cuya condición "imaginaria" es signo de su abolición como objeto.

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Plataforma trata acerca de la posibilidad de una economía global del goce. Es una utopía del comercio sexual como forma de pacificación del “problema musulmán” (Houellebecq es conocido por su polémico anti-islamismo), así como de toda pulsión bélica del hombre.
El sexo puro y concreto, sin neurosis, sin represión, aparece como la única forma posible de felicidad en el mundo postmoderno: eudaimonismo decadente, sí, pero eudaimonismo al fin. El goce como remedio tanto para el spleen occidental como para la locura musulmana. Ahora bien, lo no-occidental tiene dos facetas para Houellebecq: la locura musulmana y el hastío occidental pueden buscar una terapia cultural en una zona localizada en el “buen salvaje” del mundo del sudeste asiático. El signo "Tailandia" en Houellebecq: cierto pacifismo resignado y sumiso, una sexualidad centrada en ese pacifismo comunicativo que Barthes, en Lo obvio y lo obtuso, denominaba "la palabra apacible", la "benevolencia":

Sin duda, la palabra apacible acabará por segregar su propia función puesto que, por mucho que yo diga, el otro me lee siempre como una imagen; pero en el tiempo que utilizaría para eludir esta función, en el trabajo de lenguaje que la comunidad realizará, semana tras semana, para expulsar de su discurso toda esticomitia, podrá ser alcanzada una cierta expropiación de la palabra (cercana a partir de este momento a la escritura), o mejor: una cierta generalización del sujeto. 

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Los tipos étnicos son, para Houellebecq, sublimes o siniestros, sórdidos y grotescos, o delicados e infantiles.

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Una constatación terrible acontece en Plataforma: la felicidad es posible, en un planeta trágico y apagado donde sería preferible no saber que existe la mera posibilidad de ser feliz.

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La autenticidad que pregona Houellebecq (la asunción del deseo, la entrega) es, sin embargo, una autenticidad meramente fáctica, pues construye una mímesis psicológica artificial: sin neurosis, sin fragilidad. Los personajes acceden a un grado de carnalidad que no los daña como si, en el fondo, fueran caracteres tan irreales como los de Las afinidades electivas de Goethe. Esto es fundamental para describir el efecto Houellebecq: a pesar de todo, la dimensión psicológica que pone en escena posee su fuerza en la profunda irrealidad que exuda.


La mala fe que Houellebecq denuncia como aplazamiento de la elección, como dilación del sexo “real” y “concreto” (remplazado en nuestra sociedad por rituales absurdos de flirteo), cobra la forma negativa de la seducción erigida en fin y no en medio: no asume lo que quiere, o no quiere lo que dice querer. Las personas aplazan la elección porque, en realidad, el sexo no les importa tanto, y si lo admitieran, perderían todo asidero (y en esto último cae el mismo Houellebecq, al resistirse a soltar el sexo como única posibilidad de felicidad: yo digo que él al menos vive en el peligro de la decepción constante, pero que teme perder ese único cordón umbilical que lo une a la plenitud).

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