*
Michel Houellebecq podría incluirse en esa categoría de
“pensadores bajos” que construye Tomás Abraham: la bajeza en el pensar en tanto
un desplazamiento de intereses y un vitalismo contrario a la ley moral de la
época. Las perversiones inconfesadas, la sordidez ciudadana, todo lo que carece
de altura moral o cívica; son pensadores que revisan los subterráneos de la
sociedad. Y, como postula Abraham para definir la cosmovisión del pensador
“bajo”: uno no debe fiarse jamás en ningún sistema de pensamiento
desexualizado. (cfr. Pensadores bajos:
Sartre / Foucault / Deleuze. Buenos Aires: Catálogos, 1987.)
La literatura de Houellebecq es todo lo que Milan Kundera
pregona como función esencial del género de la novela: “contradictora de
certezas ideológicas”.
*
En Plataforma de Houellebecq somos testigos del advenimiento de una
suerte de sistema moral. Lo que en principio parece sólo el relato cínico de
una existencia póstuma y degradada, termina mostrándose como la única vía
posible dentro de una humanidad inhóspita y una civilización en la decadencia
más terminal, sumida en el espejismo de la prótesis hedonista destinada a
suplir la angustia. Como en las novelas de Conrad, esta angustia es la del
hombre europeo que encuentra en las colonias (en Houellebecq se trata del mundo
post-colonial) un motivo de goce y de desprecio, escenario ideal para una
necesidad voraz e incontenible de autenticidad y felicidad, de placer solitario
y reconcentrado. Y es que algunos hombres, en los paraísos salvajes, se vuelven
dioses hoscos y meditabundos.
*
Decir que el pensamiento de
Houellebecq es conservador o de derecha es inexacto y fácil, quizás por evidente.
Las simpatías del autor por la derecha neoliberal, la oda cínica a la
globalización sexual que puede encontrarse en Plataforma y su constante anti-islamismo responden a verdades que
son autónomas a lo que podría llamarse la “derecha” europea, pero que, sin
embargo, sólo allí pueden cristalizar. Aun así, a todos estos rasgos
Houellebecq les opone una sincera indiferencia existencial hacia la política y
un desprecio absoluto y resignado por la cultura occidental:
Seguiré siendo hasta el final un hijo de Europa, de la
angustia y de la vergüenza; no tengo ningún mensaje de esperanza. No odio
Occidente, todo lo más lo desprecio con toda mi alma. Sólo sé que, tal como
somos, apestamos a egoísmo, masoquismo y muerte. Hemos creado un sistema en el
cual ya no se puede vivir; y lo que es más, seguimos exportándolo.
Existe, es cierto, una derecha
crepuscular y pesimista hasta la despolitización (Spengler, Céline), pero Houellebecq logra
instalarse en una zona donde el egotismo reaccionario se vuelve siniestramente
progresista, un carácter que no se sustenta en las complacencias de la derecha
neoliberal, pero tampoco en las pasiones de las derechas militarizadas.
Hay algo siniestro en la idiosincrasia francesa actual, algo
violento y a la vez frío, como una forma refinada y sofisticada de sordidez. Es
la misma violencia sucia y aviesa, nocturna, que vemos en el cine de Gaspar Noé
(Solo contra todos, Irreversible) y que configura el entorno
ideal para el misterio traumático de Caché
de Michael Haneke. Una Francia saturada de inmigrantes monstruosos y
sanguinarios como orcos: la verdad de esta imagen no es relevante (tampoco su
filiación ideológica, que nunca es necesariamente reaccionaria) sino su
capacidad para despertar horror (recordemos que Houellebecq es un confeso
discípulo de Lovecraft). Una película como Irreversible
no puede despertar meramente odio racial, sino un espanto distribuido en
iguales dosis tanto hacia la obscenidad y la liviandad de los europeos
asediados como hacia la ferocidad y el resentimiento de los extranjeros
asediantes. Ambas partes son las caras opuestas de una misma experiencia: el
hombre puede ser el peor de los seres imaginables, aquel donde el horror del
mal es más intenso cuanto más ambiguo y dosificado aparece, cuanto más es su
contraste con la comodidad íntima de la vida burguesa.
Irreversible, por ejemplo, es una película que vi asustado y
violentado, con ganas, ora de practicar el más puro ascetismo cristiano, ora de
golpear a los personajes, a los actores y al director.
*
La obra de Houellebecq abunda en
intuiciones morales, pero carece de un sistema moral que vaya más allá de una
vaga forma, sufrida y paténica, de autenticidad sexual. También se encuentra
eso en Kundera o en Carver. Igualmente, los tres son los moralistas que nuestro
tiempo merece: confundidos, han recorrido los tortuosos caminos del pecado y de
la angustia vacía, y han salido de allí con verdades desnudas y una
sensibilidad de la que, en cierta manera, se declina una voluntad de pureza:
sus obras no son las expresiones de seres condenados, puesto que pueden
percibir el horror, y pueden percibir momentos extraños donde el mundo se torna
sublime. No sucede lo mismo con autores como Bukowski, Fogwill o Lamborghini,
en quienes podríamos tentarnos en encontrar una complacencia en el vicio y un
descaro moral que allí donde logran acentuar la autenticidad a través de la
transgresión, envilecen la interpretación de los móviles humanos, reduciéndolos
sólo a símbolos planos de abyección, símbolos en los que no cabe la complejidad
donde tal abyección se origina.
*
Extraño en un escritor tan desapegado al mundo académico y a
los intereses de la crítica literaria: Houellebecq ha escrito un denso y
significativo ensayo sobre la obra de H.P. Lovecraft. Extraño también en la
medida en que Houellebecq no es un autor de género, al menos en el sentido
estricto de la palabra. No debe buscarse el parentesco con el autor de
Providence en el carácter fundamentalmente especulativo de Las partículas elementales, Plataforma
o La posibilidad de una isla – textos
que, en todo caso, lo que tienen de ciencia ficción los acerca más al género
utópico que a la literatura fantástica -, sino que debe buscarse, más bien en
la esencial dimensión material que posee el horror en Houellebecq. Desde la
percepción del cuerpo propio y el ajeno hasta la salvación por la sexualidad,
todo en Houellebecq deambula entre formas de hastío y de éxtasis tan alienadas
que, a diferencia del existencialismo tradicional, más que estados anímicos
configuran estados físicos, al borde mismo de la distorsión expresionista.
[salvo por la ausencia de Lovecraft, este cuadro representa certeramente la dinámica de influencias en la obra de Houellebecq. Fuente: http://www.publico.es/detalle-imagen/391381/?c=http://www.publico.es/391381/houellebecq-contra-houellebecq]
*
Como Céline, los personajes de Houellebecq obtienen la felicidad entre los
escombros del cinismo y el Spleen. Y
siempre se trata de la felicidad carcomida derivada de una resignación completa
al goce en tanto última dimensión para superar el hastío y la molicie. A
Oblomov, el voluntarismo de un amigo y la posibilidad del amor lo arrancan del
pantano de la apatía existencial: a los personajes de Houellebecq sólo el
advenimiento concreto y específico de una sexualidad sin rodeos (el sexo por
placer, no como culminación insípida de rituales vacíos de seducción) puede
hacerlos percibir la densidad vital y originaria de la voluntad.
*
Plataforma: la
fuerza misma del título, apenas esbozada dentro de la novela, ya muy avanzada
la narración, como término de economía y mercadotecnia. En cierto momento, el
protagonista, iluminado por el alcohol, imagina una sociedad globalizada y
pacificada por medio del turismo sexual. El turismo sexual como utopía global.
Lo propone como proyecto a un amigo que trabaja en una exitosa empresa de
turismo. El amigo se apasiona ante la idea. “En un estado de excitación un poco
irreal, intentábamos establecer una plataforma para repartirnos el mundo”
(209).
*
La novela abunda en veleidades sociológicas, colocando, por
momentos, tanto la trama como sus personajes en el plano del pretexto
doctrinario, como los personajes de los diálogos platónicos. Michel y sus
interlocutores son hablados por el autor, quien expone una rigurosa serie de
argumentos sociológicos en torno a la crisis moral de Occidente, la decadencia
del primer mundo, la locura del Islam y el liberalismo sexual.
*
Houellebecq parece querer concebir una versión negra de la
utopía: la hermana deforme de In His
Steps de Charles Monroe Sheldon, pero, por momentos, con la rigurosidad
sistemática de un Walden Dos de Skinner.
*
Fuerza moral:
Hablar de la dimensión moral de una obra literaria es
siempre engorroso y uno puede terminar entorpeciendo sus propios argumentos.
Principalmente porque jamás, en esta época, se contará con el beneplácito y la
aquiescencia del interlocutor. Decir hoy que la obra de Houellebecq es inmoral
arrojaría un océano de refutaciones del tipo “¿es acaso inmoral representar la
inmoralidad?”. Y eso en el mejor de los casos, puesto que el cuestionamiento
hasta este punto tendría cierta razón. Pero no faltarían las objeciones como “pero,
¿qué es la moral?”, donde se puede ingresar, sin percatarse, en el terreno del
cinismo. Ahora bien, a ningún “intelectual progresista” (y agrego otro par de comillas:
“”) se le escapa que, por ejemplo, en la representación ficcional de la guerra,
existen abismales diferencias entre Fullmetal
Jacket de Stanley Kubrick y First
Blood (mejor conocida como Rambo).
No es ajeno para nadie que, mientras la primera configura una denuncia contra
el absurdo de Vietnam en particular y la crueldad de la guerra en general, la
segunda pertenece a ese sector de la industria norteamericana cuyas
representaciones se pliegan a una concepción republicana del nacionalismo y a una por
demás falaz y simplista representación de la realidad socio-política. Eso resulta innegable.
Nadie preguntaría, frente a una denuncia ideológica contra Rambo: “¿es acaso inmoral representar la guerra?”. Nadie diría
aquí: “pero, ¿qué es la moral?”. Pues estaría completamente claro que no es en
el hecho de representar la guerra donde radica la inconsistencia (o ingenuidad,
o malevolencia, según el caso) ideológica de la película. Sabemos también que
no es necesario que los hechos estén falseados o manipulados para que sean denunciables,
sino que la mera focalización, la mera selección de lo que se muestra y de lo que
se oculta, ya configura un sesgo artero y contraproducente para la comprensión
de la trabazón ético-política de la realidad. Y nadie dudará que Rambo, en la medida en que sea
recepcionada por grandes masas de audiencias inconscientes de tales males, será
un producto cultural deleznable y de terribles consecuencias en la mentalidad
de la sociedad.
Ahora bien, si oponemos la inmoralidad de Mersault (el
protagonista de El extranjero de
Camus) y la de Michel (el protagonista autoficcional de Plataforma
de Houellebecq), ambos caracteres construidos bajo una imagen de alienación y
hastío, veremos sin inconvenientes lo que ambas representaciones tienen en
común: una gran fuerza mimética para construir caracteres psico-sociales
prototípicos y para denunciar, a través de ellos, un cierto malestar cultural. Ahora
bien, todos sabemos que si Fullmetal
Jacket y Rambo representan por
igual la guerra, sólo una de ellas es pro-belicista; y aun así nos es más
difícil distinguir, en el plano de la moral individual e interpersonal, cuándo
las representaciones ficcionales entran en complicidad con el vicio
representado y cuándo se configuran como denuncias. Camus se separa a sí mismo
de Mersault. En cambio, Houellebecq es, casi sin matices, expresado en su
propio personaje (falacia biografista aparte). Y esto ocurre del mismo modo en que nos damos cuenta que
Rambo expresa la ideología de quienes lo hacen y que no se trata de una parodia
progresista del belicismo, y del mismo modo en que sabemos que quien filma Fullmetal Jacket no puede responder a
una ideología reaganista. La complicidad con lo representado es
siempre perceptible. El problema radica cuando el objeto representado es más
inasible para el receptor en materia de moral: la guerra es, por ripio, un
valor negativo, mientras que la denuncia de la promiscuidad o la sobre-sexualización de las
relaciones interpersonales son, en nuestra época, factores a los que puede
costar más la estigmatización por reaccionarismo. Cierta asociación falaz entre
moral e intolerancia ha hecho imposible la emisión de cualquier constructo ético que supere la barrera de lo colectivo a nivel político y ciudadano: las
relaciones interpersonales, la familia, la sexualidad, quedan arrojadas a una anomia donde todo juicio es considerado, a priori, la expresión de un
prejuicio violento y de una psicología reprimida.
Fuerza formal:
En cierta porosidad discursiva,
en la capacidad para dejar ingresar elaborados argumentos sociológicos o
fragmentos de textos sobre organización empresarial, turismo, estadísticas o
mercadotecnia, Houellebecq parece construir una enorme tesis, parece trabajar
en una demostración de algo: señala horrores e inconsistencias atroces de la
actual sociedad occidental, denuncia la violencia absurda del Islam y otorga
soluciones que, abnegadas a cierto spleen,
veneran el confort y el placer que el Primer Mundo ha logrado aislar a sus
componentes básicos y la opone, como en un binarismo moral, a la hipocresía que
configura el aplazamiento de deseo, la paradoja destructiva que constituye la
institución psico-social de lo sexual despojada de la sexualidad concreta.
Constantemente Houellebecq busca convencernos de que conoce minuciosamente
todas las aristas y matices del mundo postmoderno, que su crítica no es
exterior, sino que es completamente intestina.
Imagen de la felicidad sexual
resignada y cínica (y lo material de su concepción del hombre):
Los órganos sexuales son una fuerte de placer
permanente y disponible. El dios que nos hace desgraciados, que nos ha creado
transitorios, vanos y crueles, también ha previsto esta débil forma de
compensación. Si no hubiera un poco de sexo de vez en cuando, ¿en qué
consistiría la vida? Una lucha inútil contra las articulaciones que se
anquilosan o la formación de caries. Y todo, además, completamente falto de
interés: el endurecimiento de las fibras de colágeno, el crecimiento de las
cavidades microbianas en las encías. (181)
Fuerza imaginativa: originalidad
en su incorrección política, heredero de una tradición maudit y transgressif de
la literatura francesa: Baudelaire, Rimbaud, Flaubert, Génet, Artaud, Céline. Ese encanto terrible de la gracia literaria superpuesta a "la mala fe política" (como la llama Masotta para describir a Borges). Es el encanto lugoniano, el placer textual de Mujica Lainez o de Hugo Wast: la figura que encarna la lectura de la "buena" literatura fraguada desde la "mala" ideología es el onanismo de la progresía intelectual. Quizás la mejor representación de esa culpa cultural aparece en El traductor de Benesdra: el intelectual de izquierda que entra en crisis ante la seductora "belleza" intelectual de un ensayo fascista.
*
Fuerza estética: el horror
material, el mundo colonial percibido con grandeza poética pero también con ese
espanto atávico con que lo percibe Conrad: la Tailandia de Plataforma es un perfecto “corazón de
las tinieblas” visto como detrás de un escaparate, un mundo extremo cuyos
placeres, domesticados, se pueden consumir sin riesgos. Hacia el final de la
novela, el cristal se quiebra, y el horror irrumpe de forma absoluta.
Mezcla entre lo sublime y lo
sórdido:
El tour lleva al protagonista y a los otros turistas hasta una zona
paradisíaca e irreal. Michel posee una pequeña capacidad de asombro,
reorientada constantemente hacia el pragmatismo de las posibles relaciones
sexuales a su alcance. En un estado moderadamente depresivo y lánguidamente
hastiado, observa: “El barco ya no se movía; habíamos varado en la breve
eternidad de una tarde feliz” (41). Pocas líneas después, abandona la
posibilidad de una apreciación pura de la belleza del entorno y retoma el hilo
de sus pensamientos habituales:
Mientras visitábamos el Templo de la Aurora , anoté mentalmente
que tenía que comprar más Viagra en alguna farmacia abierta. En el trayecto de
vuelta, me enteré de que Valérie era bretona […] Apreciaba su voz dulce, su
celo católico y minúsculo, el movimiento de sus labios cuando hablaba; debía de
tener una boca muy cálida, dispuesta a tragarse el esperma de un amigo de
verdad. (41-42)
Fuerza moral: una representación
contradictoria e inconsistente del amor.
Moderadamente asqueado después de
una visita casual a un sórdido bar nocturno para sadomasoquistas, el
protagonista le dice a su amante, quien se halla mucho más impactada:
- Es más simple de lo que parece… - dije al final -.
Está la sexualidad de la gente que se ama, y la sexualidad de la gente que no
se ama. Cuando ya no hay ninguna posibilidad de identificación con el otro, la
única modalidad que queda es el sufrimiento… y la crueldad. (164)
Para Houellebecq, el malestar de
la cultura occidental no sólo es sexual, sino concretamente sexual,
específicamente ceñido al acto mismo del sexo:
Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente
eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita.
Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen,
no consiguen que el sexo sea algo natural. No sólo se avergüenzan de su propio
cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los
mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es
imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos
temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. (205)
Houellebecq dice: “Han perdido
por completo el sentido de la entrega”. El opuesto: la “entrega” cristiana en las novelas de C.S. Lewis (ver That Hideous Stregth). La comparación es válida: ambos han construido una literatura donde la especulación anticipatoria (o la llana ciencia ficción) sirven de pretexto para un debate moral sistemático. El argumento de Houellebecq es pragmático: el hombre occidental pierde tiempo en rituales sexuales que no llegan a la consumación; la mujer occidental se demora en vacías seducciones que nunca llevan a una entrega física completa. Para Lewis, la "entrega" es precisamente aquello que sobra al contacto carnal, lo que queda fuera de la sexualización de las relaciones interpersonales. Si en Houellebecq la entrega sólo puede ser sexual, en Lewis la entrega es, expresamente, todo lo que se antepone a la sexualidad. Se trata de una entrega intelectual en el sentido huxleyano: "Un intelectual es una persona que ha descubierto algo más interesante que el sexo".
*
Fuerza cognitiva: naturalismo
subjetivo, novela de tesis, experimento psicológico, balance moral de la época.
Fuerza mimética: tipicidad
lukacsiana en los personajes; autonomía de carácter (el sujeto
houellebecqueano); símbolo: el mal (de época) como anhedonia.
Fuerza moral: cinismo, moral
descentrada: denuncia la mala fe de la época (en términos iguales a los de
Sartre: los occidentales no se deciden al placer puro, quieren abrillantarlo con apariencias más
elevadas: en este sentido, Houellebecq es un continuador de Sartre). Habría que criticar
esto desde la idea de Zizek de que nuestra época ha construido un imperativo: “está prohibido no gozar”. Éste es un cierto
fondo perverso en Houellebecq: la imposibilidad de una autenticidad fuera del
goce (lo que Gabriel Marcel llama "regodeo en la vacuidad"), incapacidad heredada del psicoanálisis para separar la libido de una cierta representación sesgada de "lo genuino humano".
*
Hay impostura en Houellebecq: no
hay esteticismo, pero sí hay como una imagen artificial de la relación entre
goce y autenticidad; desfuncionalización de la oposición entre Bien y Mal,
mutada a una antítesis degradada entre asunción del goce concreto y represión.
Una moral de la “entrega”, pero siempre entre comillas, pues se trata de una entrega
codificada como fading de la
conciencia, que es el único lugar desde el que se puede “entregar” algo,
especialmente uno mismo a otro.
Al protagonista de Plataforma le sucede lo que Stanislaw Lem, en Solaris, llama "un milagro terrible": adviene una forma de amor, la máxima posible dada
su condición de spleen; aparece de forma inesperada para atarlo al horror de la
pérdida. Su aparición es tan repentina como su desaparición. El encuentro como carencia posee una larga tradición (novelesca más que novelística): desde el Werther de Goethe a El túnel de Sabato. Un encuentro, casi mágico por la forma en que llena la carencia inicial, que está inscrito en su mismo advenimiento no como "lo que ha de perderse", sino como "lo ya perdido". Como el "milagro terrible" de Solaris, el encuentro como "imagen": presencia de una ausencia. Habría que analizar la forma en que Houellebecq construye la percepción que tiene el protagonista del encuentro amoroso fundamentalmente como "imagen", como una entidad cuya condición "imaginaria" es signo de su abolición como objeto.
*
Plataforma trata acerca de la posibilidad de una economía global
del goce. Es una utopía del comercio sexual como forma de pacificación del
“problema musulmán” (Houellebecq es conocido por su polémico anti-islamismo),
así como de toda pulsión bélica del hombre.
El sexo puro y concreto, sin
neurosis, sin represión, aparece como la única forma posible de felicidad en el
mundo postmoderno: eudaimonismo decadente, sí, pero eudaimonismo al fin. El
goce como remedio tanto para el spleen occidental como para la locura
musulmana. Ahora bien, lo no-occidental tiene dos facetas para Houellebecq: la locura musulmana y el hastío occidental pueden buscar una terapia cultural en una zona localizada en el “buen salvaje” del mundo del sudeste asiático. El signo "Tailandia" en Houellebecq: cierto pacifismo resignado y
sumiso, una sexualidad centrada en ese pacifismo comunicativo que Barthes, en Lo obvio y lo obtuso, denominaba "la palabra apacible", la "benevolencia":
Sin duda, la
palabra apacible acabará por segregar su propia función puesto que, por mucho
que yo diga, el otro me lee siempre como una imagen; pero en el tiempo que
utilizaría para eludir esta función, en el trabajo de lenguaje que la comunidad
realizará, semana tras semana, para expulsar de su discurso toda esticomitia,
podrá ser alcanzada una cierta expropiación de la palabra (cercana a partir de
este momento a la escritura), o mejor: una cierta generalización del
sujeto.
Los tipos étnicos son, para
Houellebecq, sublimes o siniestros, sórdidos y grotescos, o delicados e
infantiles.
*
Una constatación terrible
acontece en Plataforma: la felicidad
es posible, en un planeta trágico y apagado donde sería preferible no saber que
existe la mera posibilidad de ser feliz.
*
La autenticidad que pregona
Houellebecq (la asunción del deseo, la entrega) es, sin embargo, una
autenticidad meramente fáctica, pues construye una mímesis psicológica
artificial: sin neurosis, sin fragilidad. Los personajes acceden a un grado de
carnalidad que no los daña como si, en el fondo, fueran caracteres tan irreales
como los de Las afinidades electivas
de Goethe. Esto es fundamental para describir el efecto Houellebecq: a pesar de
todo, la dimensión psicológica que pone en escena posee su fuerza en la
profunda irrealidad que exuda.
La mala fe que Houellebecq
denuncia como aplazamiento de la elección, como dilación del sexo “real” y
“concreto” (remplazado en nuestra sociedad por rituales absurdos de flirteo),
cobra la forma negativa de la seducción erigida en fin y no en medio: no asume
lo que quiere, o no quiere lo que dice querer. Las personas aplazan la elección
porque, en realidad, el sexo no les importa tanto, y si lo admitieran,
perderían todo asidero (y en esto último cae el mismo Houellebecq, al resistirse a soltar el sexo como única posibilidad de felicidad: yo digo que él al
menos vive en el peligro de la decepción constante, pero que teme perder
ese único cordón umbilical que lo une a la plenitud).

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