Hace un año hubiera dicho que el único heredero genuino de H.P.
Lovecraft era exclusivamente Thomas Ligotti. Sin embargo, después de leer House of Leaves (La casa de hojas - 2000) de Mark Z. Danielewski, me he visto en la
obligación de ampliar la restringida nómina. Una novela a la que podría
calificarse como el Ulises del género
de terror: una verdadera “novela total” donde se llevan hasta las últimas
consecuencias el pesimismo cósmico y el vértigo de lo desconocido que
caracterizan al mundo lovecraftiano. Y esto sin necesidad de abundar en
criaturas moluscas o grimorios malditos, ineludibles en gran parte de los descendientes literarios de Cthulhu. Evitar estos clichés no es una virtud menor.
La casa de hojas, a mi juicio, representa también la madurez acaso
definitiva de las historias sobre casas embrujadas. La mayoría de edad de un
sub-género que recorrió un largo camino, desde La casa de los siete tejados de Nathaniel Hawthorne, “La caída de
la casa” Usher de Edgar Allan Poe, Otra
vuelta de tuerca de Henry James y La
casa en el confín de la tierra de William Hope Hodgson, hasta clásicos
contemporáneos como The Haunting of Hill
House (1959) de Shirley Jackson, Hell
House (1971) de Richard Matheson, The
Amityville House (1977) de Jay Anson, The
Sentinel (1974) de Jeffrey Konvitz y The
Shining (1977) de Stephen King (y debería pensarse también en esa variante específica que es el género de casas metamórficas como "Number 13" de M.R. James o Rose Red nuevamente de Stephen King).
Por lo demás, Borges, con sus paradojas metafísicas y sus laberintos
conceptuales, resuena explícitamente en las páginas de la novela y es quizás la
cifra que permite la complejización del motivo de la casa como núcleo de lo
sobrenatural. También “Casa tomada” de Cortázar, con su
invisible invasión, se filtra en la novela de Danielewski (al menos para el susceptible
lector argentino), y no por su archisabido sentido alegórico-político (ese sentido que interpretó Sebreli y que quedó como una marca indeleble en toda lectura del cuento), sino por
ese otro, acaso más profundo, que
remite a lo desconocido. Ese sentido que provoca que, al fin y al cabo, ese
pequeño relato acerca una casa que es paulatinamente tomada por ciertas
entidades nos produzca miedo. Imposible, en este espíritu, no pensar que La casa de hojas es una suerte de “Casa
tomada” con el ímpetu de la apuesta formal de Rayuela. Por mi parte, si de asociaciones argentinas se trata, me gusta comparar La casa de hojas con "Marta Riquelme" de Ezequiel Martínez Estrada. En este cuento, uno de los más raros e inquietantes de nuestra literatura, se nos narra el desciframiento de un manuscrito ambiguo y pertubador cuyas pruebas de veracidad, ligada a ciertas personas y a una casa que alcanza casi el tamaño de un pueblo, no logran encontrarse. Tanto Danielewski como Martínez Estrada construyen, en sendas ficciones, pesadillas hermenéuticas donde el extraño texto cuyo sentido los personajes buscan desentrañar parecería ser cifra de esos libros sagrados donde lo invisible y lo incomprobable aspiran a modificar para siempre la visión que el hombre tiene del mundo.
***
Houellebecq, al definir a Lovecraft, juzgaba que todo verdadero autor de
literatura fantástica es reaccionario a causa de un contacto psicológico
permanente con el Mal. Si se tiene en cuenta la solemnidad asfixiante de La casa de hojas, la grandeza
sacrificial de su estética, en fin, su asombroso aire de antigüedad existencial, sorprende cuando, al ver a su autor en una
entrevista, aparece un hípster con un sobrerito que dice cosas como: “mis
padres manejaron tan mal su divorcio que parecía como si fuera un capítulo de Los Simpson”. Lejos de los grandes caracteres
neurasténicos que van de Hoffmann y Poe a Lovecraft, evidentemente ha llegado
el momento histórico en que un cosmopolita hípster neoyorquino con formación
universitaria es capaz de escribir una obra inmortal que se adentra en la
espantosa verdad humana hasta sus peores y más remotas simas.
***
Tom Le Clair sentenció en el New
York Times: “I consider House of Leaves the most ingenious, profound and important novel
published by an American so far this century” (2015). Juicios como estos han
proliferado. Todos tienen algo en común. No dudan en desestimar la filiación
genérica de la novela a las hormas del terror, pues comprenden que su valor
alcanza ese panteón que es el de la literatura general, del mismo modo que todo cinéfilo
admite que El exorcista de William Friedkin no pertenece a la doméstica historia
del cine de terror, sino a la historia total del cine.
Ensayar una sinopsis para House of Leaves ya implicaría construir una oración
excesivamente subordinada: un tatuador de vida disoluta encuentra el manuscrito
de un fallecido académico ciego en torno a un documental sobre la vida de una
familia en una casa que experimenta fenómenos paranormales.
Funciona mejor una descripción de los grandes bloques que conforman su relato. La novela se divide en dos niveles narrativos básicos: (a) el nivel del
protagonista, Johnny Truant, un joven tatuador de Hollywood, disipado y
psicológicamente inestable; (b) el nivel de un extenso texto escrito por un
anciano extranjero recientemente fallecido, cuyas páginas desordenadas el
protagonista lee y organiza. A su vez, el texto del anciano, que firma con el
nombre de Zampanò, se divide en dos niveles. El que remite a episodios de su
propia vida y el que remite al objeto principal de su ensayo: el análisis de un
atípico documental titulado El expediente
Navidson, para lo cual también examina la vida de los individuos que
intervinieron en su filmación. Por su parte, el texto de Zampanò, al ser fijado
y comentado por Truant, incluye notas al pie donde éste último relata su vida y los
efectos que la lectura del texto produce en su estado anímico. Resulta curioso que, al
buscar el documental que el anciano ha analizado obsesivamente a lo largo de
cientos de páginas, Truant descubre que no hay dato alguno que confirme su
existencia, que nadie ha oído siquiera hablar de esa película, a pesar de que
Zampanò la estudia como una famosa pieza de culto sobre la que se habrían
escrito ríos de tinta. Aún más, el detallado análisis de aquel documental
resulta más insólito al tener en cuenta que el anciano Zampanò… era ciego. Al
tratarse al fin y al cabo de una aventura filológica (la fijación de la forma y
el sentido de un texto), abundan en la novela recursos tomados satíricamente de
la escritura académica: citas y notas al pie, bibliografía especializada,
anexos, etc. Parecería ser una tesis doctoral contaminada por la ficción y por
la angustia psicológica de su autor.
Si el nivel donde Truant da cuenta de su vida cotidiana, saturada de
experiencias vacías y frívolas, recuerda al mundo de Houellebecq (el malestar
postmoderno de la promiscuidad sexual, la constante auto-gratificación y la
apatía existencial), el relato culto y detallado que hace Zampanò del contenido
de El expediente Navidson, que remite
a un mundo donde está en juego la presencia de lo sobrenatural, contrasta de
forma perfecta con la inicial banalidad del protagonista. Ulteriormente,
llegarán a establecerse nexos profundos y pre-existentes entre uno y otro nivel.
El expediente Navidson, según estudia Zampanò, es un documental
filmado a comienzos de los años noventa por un reconocido fotógrafo que se
había retirado a una casa rural de Virginia para abandonar el ajetreo de su
profesión y reconstruir la relación con su esposa y sus hijos pequeños. Sin
embargo, al poco tiempo de residir allí, la casa comienza a manifestar extrañas
características. La primera de ellas, y la que lleva a Navidson a comenzar a documentar obsesivamente los hechos con su cámara, es el descubrimiento
irrebatible de que la vivienda es más grande por fuera que por dentro, aunque
sea por tan sólo unos pocos centímetros. Lo que podría conducir a una trama
clásica de casa embrujada, sin embargo, se tuerce hacia una exploración de la
fuerte relación anímica que se establece entre los miembros de la familia y las
manifestaciones de la vivienda. En cierta ocasión, al regresar de unas
vacaciones, la familia descubre una habitación nueva en la planta alta. Luego, en la planta baja, aparece un oscuro pasillo nuevo cuya
localización es físicamente imposible, puesto que, desde el exterior no puede
percibirse. La ampliación de las dimensiones interiores de ese pasillo será el
tema fundamental del documental que filma Navidson y que Zampanò analiza
detalladamente, como si quisiera descubrir, no ya si la cinta es un fraude,
sino el sentido último, a nivel psicológico y metafísico, pero también
simbólico, de ese acontecimiento inexplicable.
A medida que va avanzando y adentrándose con creciente obsesión en el texto de
Zampanó (al mismo tiempo que los lectores de la novela), y a medida que lo
anota con sus impresiones, Truant comienza a sentir que algo de la lectura
comienza a deteriorar (u optimizar, imposible distinguirlo) sus capacidades
cognitivas y su estabilidad psíquica. Como si el carácter cósmicamente funesto
del texto pudiera alcanzarlo y dañarlo, Truant comienza a deprimirse y, de manera paulatina, a sumirse en una ansiedad paranoica y cada vez más delirante
que lo lleva a ahondar en las angustiantes raíces de su pasado: en la historia
de su madre enloquecida, en su caótica adolescencia, en la banalidad depresiva
de sus aventuras sexuales.
Una acertada intuición de Danielewski sorprende en esta novela: lo
sobrenatural asusta al hombre, pero si éste se acostumbra a su misterio, acaba
por deprimirse. Frente a una aparición inexplicable, el miedo es una respuesta
instintiva. Frente a la aceptación de que el universo permite la introyección
espuria de un elemento sobrenatural, la mente humana tiende a pasar del miedo y el vértigo
al desasosiego.
Hasta el día de hoy, más de medio año después de leerla, me sigue asaltando
por momentos esa increíble fuerza depresiva que contagia la obra.
***
La estructura de La casa de hojas
es desesperadamente experimental, descendiente de monstruosidades como el Finnegan's Wake de Joyce o el Zettel's Traum de Arno Schmidt, y, como éstas, busca también el efecto de lo inagotable. Pero el espesor arquetípico lo que la aleja de esos modelos de experimentación formal. Lejos de las complacencias de un hermetismo
vanguardista, la sólida y universal fábula que relata se astilla en fragmentos,
notas al pie, cambios de tipografía, interminables listas inocuas, referencias
cruzadas, puertas falsas y plásticas composiciones caligramáticas que no hacen
sino buscar una serie de efectos en el lector: el extrañamiento, el agotamiento, la
angustia, la sensación de estar extraviado en una realidad hostil a la
comprensión. Danielewski dispone su novela en el molde formal de un laberinto,
como metáfora de la dificultad de la lectura y del camino del héroe[1]. Un
laberinto de muchos niveles, eso es la casa de Navidson y también el libro que
leemos. Una “casa de hojas” que exige un esfuerzo casi físico de orientación:
“En el término “laberinto” hay implícito un esfuerzo necesario para no resbalar
ni caer; en otras palabras, para no detenerse. Entre sus paredes no podemos
relajarnos” (114). Pero no sólo el esfuerzo (gozoso y depriente a la vez) caracteriza la odisea de leer esta
obra. En ciertos momentos, al dar vuelta una página, la disposición del texto
se ve tan torcida, tan deforme, que sentimos miedo. Del mismo modo que produce
incomodidad los textos escritos por esquizofrénicos.
![]() |
| Ejemplo de escritura hipergráfica, típica en un esquzofrénico. |
![]() | |||
| Página de House of Leaves. |
***
Bajo la forma de un misterio intelectual que repugna a la lógica, la
novela esconde también una tensión perteneciente a la evolución histórica de
las tecnologías. Marshall McLuhan afirmaba que la cultura tipográfica determina
una manera de pensar lineal, pero que los medios electrónicos habrían
desplazado ese funcionamiento de la mente hacia una manera de pensar
multifuncional cuya simultaneidad de percepciones debía también modificar
nuestra cosmovisión como individuos. La novela de Danielewski, escrita durante
los años noventa, época en que el mundo de la tecnología analógica iba cediendo
paso al de la tecnología digital, escenifica ese conflicto en la tensión que se
establece entre la cultura del video (al fin y al cabo, toda la obra gira en
torno a una grabación audiovisual y a la distribución física de su formato como
VHS[2]) y la
cultura hipertextual que anuncia el advenimiento de Internet (y que se
manifiesta en la dimensión formal de la obra, compuesta por entradas múltiples
que permiten un acercamiento simultáneo, hipervincular y, en cierto modo,
optativo). Si de Borges se ha afirmado a menudo (desde Umberto Eco hasta Perla
Sassón-Henry) que sus bibliotecas infinitas prefiguraban Internet, es
justamente este borgeanismo el que permite a Danielewski poner en escena el
viraje entre una cultura todavía limitada a la linealidad y unicidad del texto (en
este caso un documental) hacia una donde el mensaje se vuelve plural y
reticular (la novela que disemina y desglosa el documental en cientos de textos
superpuestos, fragmentos en diversos niveles diegéticos, que, al buscar una
interpretación al enigma del video, terminan construyendo más bien un laberinto
de posibilidades).
***
La casa de hojas funciona en cierto sentido como una sátira de
la escritura académica. Una sátira sofisticada y profunda (desde ese ángulo pertenece a la estirpe Pale Fire de Nabokov)
que debate sobre la realidad o falsedad de un documental (o quizás mockumentary), pero que también ahonda
en la exégesis meticulosa, casi bíblica, de lo que esa inquietante película
representa.
Aunque su extensión de más de setecientas páginas no es en sí misma
menor, es en realidad su ambición de totalidad lo que la convierte en una obra
inabarcable[3]. Esta monstruosidad, que
demoró diez años en escribirse, fue la primera novela de un treintañero
neoyorquino que estudió en Yale. Parte de su formación académica y de cierto
influjo post-estructuralista típico de su universidad se percibe en la
experimentación formal de la novela. Pero remitir la grandeza de la obra a las
complacencias teóricas de la “escritura creativa” que se forja en los claustros
de Yale sería una bajeza. Especialmente porque La casa de hojas es, no cabe duda, una obra genuina, y la ambición
de su forma no es de ninguna manera un guiño ególatra a los esnobismos
postmodernos. Su uso del lenguaje académico, de las diversas retóricas de las
ciencias sociales, funciona en todo caso como un recurso paródico en donde
reside un amargo humor negro y, más en el fondo, un denso escepticismo en torno
a las posibilidades del conocimiento académico para asir la verdadera sustancia
de la realidad. La declarada admiración de Danielewski por Derrida se extiende
a la novela, dotándola de cierta capacidad deconstructiva para ofrecer diversas
visiones sobre un mismo objeto, sin dar ninguna por verdadera. Al compararla
con Moby Dick de Melville, y tildando
a la novela de “gótico académico”, Steven Poole afirma:
Every possible mythological and literary analysis of
the story of Navidson's house is already provided in the text, but the house's
impossibly vast, dark interior spaces, like the White Whale, finally shrug off
all projected interpretation. (2000)
***
Inicialmente, la sórdida vida nocturna de Johnny Truant, con sus
detalladas peripecias sexuales y sus anécdotas picarescas en los bares
nocturnos, entre drogas y alcohol, puede parecer casi una banalidad de
Danielewski. Una vanidad, incluso. Pero a medida que avanza el contrapunto con
la historia de la casa de Navidson, uno percibe que de la oposición nace una
atmósfera espesísima y compleja, una angustia que demuestra que la siniestra
iconografía desplegada en los anómalos espacios interiores de la casa ya estaba
latente en la anomia existencial de Truant. Ángel Faretta dice, sobre “La caída
de la casa Usher” de Poe: “la llanura que rodea la casa de los Usher no es menos
monstruosa que la mansión” (2007, 457). Un efecto análogo se produce en la
novela de Danielewski: el horror mayor adviene cuando descubrimos que no sólo
la casa nos produce miedo, sino que el mundo humano que la rodea no es menos
desolador. Sin embargo, la casa es el disparador de esa anagnórisis, el
elemento disonante que, contagiando su espanto al entorno, permite percibir la
naturaleza funesta de lo cotidiano. Como pocas y grandes obras lo logran, La casa de hojas induce ese vértigo
perverso que radica en la sensación de una falta cósmica de sentido. Uno piensa,
si esta casa puede existir, entonces ¿qué cosa es el universo que la alberga?
Ya William Hope Hodgson había llevado al extremo esta incomodidad metafísica al
demostrar, en La casa en el confín de la
tierra, cómo una casa que “hace mucho tiempo estuvo dedicada al mal y al
poder de sus leyes horrendas”, puede ser el núcleo duro de un universo cuyo
sentido último es tanto aborrecible como inabarcable para la mente humana. Es
por ello que, naturalmente, la claustrofobia que nos provoca la casa de
Navidson, con sus oscuros corredores imposibles, abriéndose hacia el infinito,
se torna agorafobia con una siniestra reversibilidad. Nos inquieta que ese
corazón oscuro del interior de la casa, al revelarse, demuestre ser lo más
externo, lo más ajeno.
Se trata de la clase de ficción que nos hace recordar que la casa embrujada no
sólo es un motivo de la literatura, sino también un arquetipo de la psiquis del hombre. La casa como espacio paradigmático de la intimidad del hombre y como escenario
simbólico de la mente siempre ha poseído una zona de incomodidad en aquellos rincones
que parecen parcialmente exteriores, vacíos o inhumanos, como los sótanos, los
áticos o las buhardillas. Esos lugares que, inevitablemente, remiten a lo
subterráneo y oculto de nuestro propio psiquismo, como si fueran metáforas del
inconsciente que percibimos instintivamente como amenazantes. Ya Thomas
Ligotti, ese heredero kafkiano de Lovecraft, afirma: “No hay nada en el ático…
Es sólo la manera en que tu cabeza interactúa con el espacio del ático”. Siempre
tememos que haya algo más, oculto en
los conos de sombra de nuestra morada, pero sólo somos nosotros. Como dijera
Lacan en su segundo Seminario, “eres
esto, lo más lejano de ti, lo más informe”. Y campea también esa intuición de
que lo que mora en las tinieblas de la casa-mente es más antiguo cuanto más
profundo. Alan Moore, al describir el efecto que le produjo la clásica novela
de Hodgson, decía:
Junguiano sin recurrir a Jung,
el edificio titubeante de múltiples niveles que da nombre a la historia, con
esas brutales cosas porcinas que brotan de los abismos ancestrales que hay bajo
el sótano inferior, supone una metáfora perfecta de la consciencia humana. Las
altas torres de la mente cuyas ventanas presiden profecías y visiones mientras
el oscuro sótano de ensueño yace debajo. (2014, 5)
En “Las ratas de las paredes”, Lovecraft imaginaba un castillo análogo,
cuya fuente de malignidad moraba en las profundidades de sus antiquísimos
cimientos, como si cada estrato, al aumentar su antigüedad, creciera en
oscuridad. Esa relación entre lo oculto inconsciente y la vertiginosa
antigüedad amenazante es la que da vida a La
casa de hojas. No en vano Danielewski cita a Jung en uno de los tantos
epígrafes de la novela:
Imagínense que tenemos que
describir e interpretar un edificio cuya planta superior fue erigida en el
siglo diecinueve; la planta baja data del siglo dieciséis, y un examen
detallado de la mampostería revela el hecho de que fue reconstruida partiendo
de un torreón del siglo once. En el sótano descubrimos cimientos romanos, y
bajo aquél una caverna sellada, en cuyo suelo se hallan utensilios de piedra y
en las capas inferiores restos de fauna de la era glacial. Esta sería una
imagen aproximada de la estructura de nuestra mente. (646)
Danielewski no escatima para nada en ese lenguaje majestuoso con que
Lovecraft describe monumentos ciclópeos que prefiguran también ciclópeos
constructores (“¿de quién era la casa o de quién es? […] ¿es posible que su
dueño siga en ella?” [121]). En cierto momento aterrador de la novela leemos:
“Dios es una casa. Con lo cual no quiero decir que nuestra casa sea la casa de
Dios o ni siquiera una casa de Dios. Lo que quiero decir es que nuestra casa es
Dios” (390).
Bajo el régimen de una ominosa parodia del lenguaje académico, en la
novela se cita una ingente cantidad de apócrifos artículos que analizan el
documental de Navidson desde diferentes ángulos. Las interpretaciones
cristianas de la casa no dejan de ser más tenebrosas que las nihilistas. En cierto
momento se cita con evidente malicia un fragmento del Evangelio de Juan en el
que Jesús dice: “En casa de mi padre hay muchas habitaciones”, y esto, en lugar
de conferir a la casa un matiz más acogedor, la torna aún más inhóspita. Si ese
laberinto infinito de cambiantes pasillos negros y escaleras hostiles, abierto
en la casa contra todas las leyes de la física, es la casa de Dios, no nos
gusta imaginar al Dios que pueda aguardar allí, agazapado entre sus muros. Un
Dios que habite un recinto tan estéril y mudo no podría ser fértil o empático.
Por otra parte, las consecuencias psicológicas de recorrer esos pasillos
imposibles, y que se diseminan desde Navidson hacia Truant, y quizás hacia
nosotros, distan de producir un bienestar espiritual. Dice Danielewski: “el
precio potencialmente mortal de contemplar lo que debería yacer escondido para
siempre en esas simas negras” (388). O como diría Freud, citando a Schelling,
para definir lo siniestro: “todo lo que, debiendo permanecer secreto, oculto,
no obstante, se ha manifestado”.
[1] En una reseña de la novela, Cath Murphy afirma: “House of Leaves has a structure of a complexity which would make M.C. Escher weep tears
of envy” (2013).
[2] Como sucede en muchas obras de fines del
siglo XX (como Ringu de Hideo Nakata
o The Blair Witch Project), el motivo
del found footage da lugar a una
mitología siniestra del VHS (quizás fundada en Videdrome de David Cronenberg). En los umbrales del mundo digital, también la
novela de Danielewski encuentra en ese sistema en vías de extinción el medio
para para hacer retornar lo reprimido.
[3] Si la extensión es una de las notas distintivas de La casa de hojas - esa extensión que,
sumada a su laberíntico formato, favorece el efecto de extrañamiento -, la
fórmula parece redoblarse en el proyecto actual de Danielewski: una saga
familiar (titulada precisamente The
Familiar) planificada para abarcar veintisiete volúmenes de unas
ochocientas páginas cada uno. Una obra coral y cosmopolita a medio camino entre
la amplificación impresionista de Proust, el collage de Point Counter Point de Aldous Huxley y la poliglosia joyceana.



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