jueves, 15 de junio de 2017

La casa de hojas (House of Leaves - 2000) de Mark Z. Danielewski



 
Hace un año hubiera dicho que el único heredero genuino de H.P. Lovecraft era exclusivamente Thomas Ligotti. Sin embargo, después de leer House of Leaves (La casa de hojas - 2000) de Mark Z. Danielewski, me he visto en la obligación de ampliar la restringida nómina. Una novela a la que podría calificarse como el Ulises del género de terror: una verdadera “novela total” donde se llevan hasta las últimas consecuencias el pesimismo cósmico y el vértigo de lo desconocido que caracterizan al mundo lovecraftiano. Y esto sin necesidad de abundar en criaturas moluscas o grimorios malditos, ineludibles en gran parte de los descendientes literarios de Cthulhu. Evitar estos clichés no es una virtud menor.
La casa de hojas, a mi juicio, representa también la madurez acaso definitiva de las historias sobre casas embrujadas. La mayoría de edad de un sub-género que recorrió un largo camino, desde La casa de los siete tejados de Nathaniel Hawthorne, “La caída de la casa” Usher de Edgar Allan Poe, Otra vuelta de tuerca de Henry James y La casa en el confín de la tierra de William Hope Hodgson, hasta clásicos contemporáneos como The Haunting of Hill House (1959) de Shirley Jackson, Hell House (1971) de Richard Matheson, The Amityville House (1977) de Jay Anson, The Sentinel (1974) de Jeffrey Konvitz y The Shining (1977) de Stephen King (y debería pensarse también en esa variante específica que es el género de casas metamórficas como "Number 13" de M.R. James o Rose Red nuevamente de Stephen King).
Por lo demás, Borges, con sus paradojas metafísicas y sus laberintos conceptuales, resuena explícitamente en las páginas de la novela y es quizás la cifra que permite la complejización del motivo de la casa como núcleo de lo sobrenatural. También “Casa tomada” de Cortázar, con su invisible invasión, se filtra en la novela de Danielewski (al menos para el susceptible lector argentino), y no por su archisabido sentido alegórico-político (ese sentido que interpretó Sebreli y que quedó como una marca indeleble en toda lectura del cuento), sino por ese otro, acaso más profundo, que remite a lo desconocido. Ese sentido que provoca que, al fin y al cabo, ese pequeño relato acerca una casa que es paulatinamente tomada por ciertas entidades nos produzca miedo. Imposible, en este espíritu, no pensar que La casa de hojas es una suerte de “Casa tomada” con el ímpetu de la apuesta formal de Rayuela. Por mi parte, si de asociaciones argentinas se trata, me gusta comparar La casa de hojas con "Marta Riquelme" de Ezequiel Martínez Estrada. En este cuento, uno de los más raros e inquietantes de nuestra literatura, se nos narra el desciframiento de un manuscrito ambiguo y pertubador cuyas pruebas de veracidad, ligada a ciertas personas y a una casa que alcanza casi el tamaño de un pueblo, no logran encontrarse. Tanto Danielewski como Martínez Estrada construyen, en sendas ficciones, pesadillas hermenéuticas donde el extraño texto cuyo sentido los personajes buscan desentrañar parecería ser cifra de esos libros sagrados donde lo invisible y lo incomprobable aspiran a modificar para siempre la visión que el hombre tiene del mundo.

***

Houellebecq, al definir a Lovecraft, juzgaba que todo verdadero autor de literatura fantástica es reaccionario a causa de un contacto psicológico permanente con el Mal. Si se tiene en cuenta la solemnidad asfixiante de La casa de hojas, la grandeza sacrificial de su estética, en fin, su asombroso aire de antigüedad existencial, sorprende cuando, al ver a su autor en una entrevista, aparece un hípster con un sobrerito que dice cosas como: “mis padres manejaron tan mal su divorcio que parecía como si fuera un capítulo de Los Simpson”. Lejos de los grandes caracteres neurasténicos que van de Hoffmann y Poe a Lovecraft, evidentemente ha llegado el momento histórico en que un cosmopolita hípster neoyorquino con formación universitaria es capaz de escribir una obra inmortal que se adentra en la espantosa verdad humana hasta sus peores y más remotas simas.

***

Tom Le Clair sentenció en el New York Times: “I consider House of Leaves the most ingenious, profound and important novel published by an American so far this century” (2015). Juicios como estos han proliferado. Todos tienen algo en común. No dudan en desestimar la filiación genérica de la novela a las hormas del terror, pues comprenden que su valor alcanza ese panteón que es el de la literatura general, del mismo modo que todo cinéfilo admite que El exorcista de William Friedkin no pertenece a la doméstica historia del cine de terror, sino a la historia total del cine.
Ensayar una sinopsis para House of Leaves ya implicaría construir una oración excesivamente subordinada: un tatuador de vida disoluta encuentra el manuscrito de un fallecido académico ciego en torno a un documental sobre la vida de una familia en una casa que experimenta fenómenos paranormales.
Funciona mejor una descripción de los grandes bloques  que conforman su relato. La novela se divide en dos niveles narrativos básicos: (a) el nivel del protagonista, Johnny Truant, un joven tatuador de Hollywood, disipado y psicológicamente inestable; (b) el nivel de un extenso texto escrito por un anciano extranjero recientemente fallecido, cuyas páginas desordenadas el protagonista lee y organiza. A su vez, el texto del anciano, que firma con el nombre de Zampanò, se divide en dos niveles. El que remite a episodios de su propia vida y el que remite al objeto principal de su ensayo: el análisis de un atípico documental titulado El expediente Navidson, para lo cual también examina la vida de los individuos que intervinieron en su filmación. Por su parte, el texto de Zampanò, al ser fijado y comentado por Truant, incluye notas al pie donde éste último relata su vida y los efectos que la lectura del texto produce en su estado anímico. Resulta curioso que, al buscar el documental que el anciano ha analizado obsesivamente a lo largo de cientos de páginas, Truant descubre que no hay dato alguno que confirme su existencia, que nadie ha oído siquiera hablar de esa película, a pesar de que Zampanò la estudia como una famosa pieza de culto sobre la que se habrían escrito ríos de tinta. Aún más, el detallado análisis de aquel documental resulta más insólito al tener en cuenta que el anciano Zampanò… era ciego. Al tratarse al fin y al cabo de una aventura filológica (la fijación de la forma y el sentido de un texto), abundan en la novela recursos tomados satíricamente de la escritura académica: citas y notas al pie, bibliografía especializada, anexos, etc. Parecería ser una tesis doctoral contaminada por la ficción y por la angustia psicológica de su autor.
Si el nivel donde Truant da cuenta de su vida cotidiana, saturada de experiencias vacías y frívolas, recuerda al mundo de Houellebecq (el malestar postmoderno de la promiscuidad sexual, la constante auto-gratificación y la apatía existencial), el relato culto y detallado que hace Zampanò del contenido de El expediente Navidson, que remite a un mundo donde está en juego la presencia de lo sobrenatural, contrasta de forma perfecta con la inicial banalidad del protagonista. Ulteriormente, llegarán a establecerse nexos profundos y pre-existentes entre uno y otro nivel.
El expediente Navidson, según estudia Zampanò, es un documental filmado a comienzos de los años noventa por un reconocido fotógrafo que se había retirado a una casa rural de Virginia para abandonar el ajetreo de su profesión y reconstruir la relación con su esposa y sus hijos pequeños. Sin embargo, al poco tiempo de residir allí, la casa comienza a manifestar extrañas características. La primera de ellas, y la que lleva a Navidson a comenzar a documentar obsesivamente los hechos con su cámara, es el descubrimiento irrebatible de que la vivienda es más grande por fuera que por dentro, aunque sea por tan sólo unos pocos centímetros. Lo que podría conducir a una trama clásica de casa embrujada, sin embargo, se tuerce hacia una exploración de la fuerte relación anímica que se establece entre los miembros de la familia y las manifestaciones de la vivienda. En cierta ocasión, al regresar de unas vacaciones, la familia descubre una habitación nueva en la planta alta. Luego, en la planta baja, aparece un oscuro pasillo nuevo cuya localización es físicamente imposible, puesto que, desde el exterior no puede percibirse. La ampliación de las dimensiones interiores de ese pasillo será el tema fundamental del documental que filma Navidson y que Zampanò analiza detalladamente, como si quisiera descubrir, no ya si la cinta es un fraude, sino el sentido último, a nivel psicológico y metafísico, pero también simbólico, de ese acontecimiento inexplicable.
A medida que va avanzando y adentrándose con creciente obsesión en el texto de Zampanó (al mismo tiempo que los lectores de la novela), y a medida que lo anota con sus impresiones, Truant comienza a sentir que algo de la lectura comienza a deteriorar (u optimizar, imposible distinguirlo) sus capacidades cognitivas y su estabilidad psíquica. Como si el carácter cósmicamente funesto del texto pudiera alcanzarlo y dañarlo, Truant comienza a deprimirse y, de manera paulatina, a sumirse en una ansiedad paranoica y cada vez más delirante que lo lleva a ahondar en las angustiantes raíces de su pasado: en la historia de su madre enloquecida, en su caótica adolescencia, en la banalidad depresiva de sus aventuras sexuales.
Una acertada intuición de Danielewski sorprende en esta novela: lo sobrenatural asusta al hombre, pero si éste se acostumbra a su misterio, acaba por deprimirse. Frente a una aparición inexplicable, el miedo es una respuesta instintiva. Frente a la aceptación de que el universo permite la introyección espuria de un elemento sobrenatural, la mente humana tiende a pasar del miedo y el vértigo al desasosiego.
Hasta el día de hoy, más de medio año después de leerla, me sigue asaltando por momentos esa increíble fuerza depresiva que contagia la obra.

***

La estructura de La casa de hojas es desesperadamente experimental, descendiente de monstruosidades como el Finnegan's Wake de Joyce o el Zettel's Traum de Arno Schmidt, y, como éstas, busca también el efecto de lo inagotable. Pero el espesor arquetípico lo que la aleja de esos modelos de experimentación formal. Lejos de las complacencias de un hermetismo vanguardista, la sólida y universal fábula que relata se astilla en fragmentos, notas al pie, cambios de tipografía, interminables listas inocuas, referencias cruzadas, puertas falsas y plásticas composiciones caligramáticas que no hacen sino buscar una serie de efectos en el lector: el extrañamiento, el agotamiento, la angustia, la sensación de estar extraviado en una realidad hostil a la comprensión. Danielewski dispone su novela en el molde formal de un laberinto, como metáfora de la dificultad de la lectura y del camino del héroe[1]. Un laberinto de muchos niveles, eso es la casa de Navidson y también el libro que leemos. Una “casa de hojas” que exige un esfuerzo casi físico de orientación: “En el término “laberinto” hay implícito un esfuerzo necesario para no resbalar ni caer; en otras palabras, para no detenerse. Entre sus paredes no podemos relajarnos” (114). Pero no sólo el esfuerzo (gozoso y depriente a la vez) caracteriza la odisea de leer esta obra. En ciertos momentos, al dar vuelta una página, la disposición del texto se ve tan torcida, tan deforme, que sentimos miedo. Del mismo modo que produce incomodidad los textos escritos por esquizofrénicos.
Ejemplo de escritura hipergráfica, típica en un esquzofrénico.

Página de House of Leaves.



***

Bajo la forma de un misterio intelectual que repugna a la lógica, la novela esconde también una tensión perteneciente a la evolución histórica de las tecnologías. Marshall McLuhan afirmaba que la cultura tipográfica determina una manera de pensar lineal, pero que los medios electrónicos habrían desplazado ese funcionamiento de la mente hacia una manera de pensar multifuncional cuya simultaneidad de percepciones debía también modificar nuestra cosmovisión como individuos. La novela de Danielewski, escrita durante los años noventa, época en que el mundo de la tecnología analógica iba cediendo paso al de la tecnología digital, escenifica ese conflicto en la tensión que se establece entre la cultura del video (al fin y al cabo, toda la obra gira en torno a una grabación audiovisual y a la distribución física de su formato como VHS[2]) y la cultura hipertextual que anuncia el advenimiento de Internet (y que se manifiesta en la dimensión formal de la obra, compuesta por entradas múltiples que permiten un acercamiento simultáneo, hipervincular y, en cierto modo, optativo). Si de Borges se ha afirmado a menudo (desde Umberto Eco hasta Perla Sassón-Henry) que sus bibliotecas infinitas prefiguraban Internet, es justamente este borgeanismo el que permite a Danielewski poner en escena el viraje entre una cultura todavía limitada a la linealidad y unicidad del texto (en este caso un documental) hacia una donde el mensaje se vuelve plural y reticular (la novela que disemina y desglosa el documental en cientos de textos superpuestos, fragmentos en diversos niveles diegéticos, que, al buscar una interpretación al enigma del video, terminan construyendo más bien un laberinto de posibilidades).

***

La casa de hojas funciona en cierto sentido como una sátira de la escritura académica. Una sátira sofisticada y profunda (desde ese ángulo pertenece a la estirpe Pale Fire de Nabokov) que debate sobre la realidad o falsedad de un documental (o quizás mockumentary), pero que también ahonda en la exégesis meticulosa, casi bíblica, de lo que esa inquietante película representa.
Aunque su extensión de más de setecientas páginas no es en sí misma menor, es en realidad su ambición de totalidad lo que la convierte en una obra inabarcable[3]. Esta monstruosidad, que demoró diez años en escribirse, fue la primera novela de un treintañero neoyorquino que estudió en Yale. Parte de su formación académica y de cierto influjo post-estructuralista típico de su universidad se percibe en la experimentación formal de la novela. Pero remitir la grandeza de la obra a las complacencias teóricas de la “escritura creativa” que se forja en los claustros de Yale sería una bajeza. Especialmente porque La casa de hojas es, no cabe duda, una obra genuina, y la ambición de su forma no es de ninguna manera un guiño ególatra a los esnobismos postmodernos. Su uso del lenguaje académico, de las diversas retóricas de las ciencias sociales, funciona en todo caso como un recurso paródico en donde reside un amargo humor negro y, más en el fondo, un denso escepticismo en torno a las posibilidades del conocimiento académico para asir la verdadera sustancia de la realidad. La declarada admiración de Danielewski por Derrida se extiende a la novela, dotándola de cierta capacidad deconstructiva para ofrecer diversas visiones sobre un mismo objeto, sin dar ninguna por verdadera. Al compararla con Moby Dick de Melville, y tildando a la novela de “gótico académico”, Steven Poole afirma:

Every possible mythological and literary analysis of the story of Navidson's house is already provided in the text, but the house's impossibly vast, dark interior spaces, like the White Whale, finally shrug off all projected interpretation. (2000)


***

Inicialmente, la sórdida vida nocturna de Johnny Truant, con sus detalladas peripecias sexuales y sus anécdotas picarescas en los bares nocturnos, entre drogas y alcohol, puede parecer casi una banalidad de Danielewski. Una vanidad, incluso. Pero a medida que avanza el contrapunto con la historia de la casa de Navidson, uno percibe que de la oposición nace una atmósfera espesísima y compleja, una angustia que demuestra que la siniestra iconografía desplegada en los anómalos espacios interiores de la casa ya estaba latente en la anomia existencial de Truant. Ángel Faretta dice, sobre “La caída de la casa Usher” de Poe: “la llanura que rodea la casa de los Usher no es menos monstruosa que la mansión” (2007, 457). Un efecto análogo se produce en la novela de Danielewski: el horror mayor adviene cuando descubrimos que no sólo la casa nos produce miedo, sino que el mundo humano que la rodea no es menos desolador. Sin embargo, la casa es el disparador de esa anagnórisis, el elemento disonante que, contagiando su espanto al entorno, permite percibir la naturaleza funesta de lo cotidiano. Como pocas y grandes obras lo logran, La casa de hojas induce ese vértigo perverso que radica en la sensación de una falta cósmica de sentido. Uno piensa, si esta casa puede existir, entonces ¿qué cosa es el universo que la alberga? Ya William Hope Hodgson había llevado al extremo esta incomodidad metafísica al demostrar, en La casa en el confín de la tierra, cómo una casa que “hace mucho tiempo estuvo dedicada al mal y al poder de sus leyes horrendas”, puede ser el núcleo duro de un universo cuyo sentido último es tanto aborrecible como inabarcable para la mente humana. Es por ello que, naturalmente, la claustrofobia que nos provoca la casa de Navidson, con sus oscuros corredores imposibles, abriéndose hacia el infinito, se torna agorafobia con una siniestra reversibilidad. Nos inquieta que ese corazón oscuro del interior de la casa, al revelarse, demuestre ser lo más externo, lo más ajeno.
Se trata de la clase de ficción que nos hace recordar que la casa embrujada no sólo es un motivo de la literatura, sino también un arquetipo de la psiquis del hombre. La casa como espacio paradigmático de la intimidad del hombre y como escenario simbólico de la mente siempre ha poseído una zona de incomodidad en aquellos rincones que parecen parcialmente exteriores, vacíos o inhumanos, como los sótanos, los áticos o las buhardillas. Esos lugares que, inevitablemente, remiten a lo subterráneo y oculto de nuestro propio psiquismo, como si fueran metáforas del inconsciente que percibimos instintivamente como amenazantes. Ya Thomas Ligotti, ese heredero kafkiano de Lovecraft, afirma: “No hay nada en el ático… Es sólo la manera en que tu cabeza interactúa con el espacio del ático”. Siempre tememos que haya algo más, oculto en los conos de sombra de nuestra morada, pero sólo somos nosotros. Como dijera Lacan en su segundo Seminario, “eres esto, lo más lejano de ti, lo más informe”. Y campea también esa intuición de que lo que mora en las tinieblas de la casa-mente es más antiguo cuanto más profundo. Alan Moore, al describir el efecto que le produjo la clásica novela de Hodgson, decía:

Junguiano sin recurrir a Jung, el edificio titubeante de múltiples niveles que da nombre a la historia, con esas brutales cosas porcinas que brotan de los abismos ancestrales que hay bajo el sótano inferior, supone una metáfora perfecta de la consciencia humana. Las altas torres de la mente cuyas ventanas presiden profecías y visiones mientras el oscuro sótano de ensueño yace debajo. (2014, 5)

En “Las ratas de las paredes”, Lovecraft imaginaba un castillo análogo, cuya fuente de malignidad moraba en las profundidades de sus antiquísimos cimientos, como si cada estrato, al aumentar su antigüedad, creciera en oscuridad. Esa relación entre lo oculto inconsciente y la vertiginosa antigüedad amenazante es la que da vida a La casa de hojas. No en vano Danielewski cita a Jung en uno de los tantos epígrafes de la novela:

Imagínense que tenemos que describir e interpretar un edificio cuya planta superior fue erigida en el siglo diecinueve; la planta baja data del siglo dieciséis, y un examen detallado de la mampostería revela el hecho de que fue reconstruida partiendo de un torreón del siglo once. En el sótano descubrimos cimientos romanos, y bajo aquél una caverna sellada, en cuyo suelo se hallan utensilios de piedra y en las capas inferiores restos de fauna de la era glacial. Esta sería una imagen aproximada de la estructura de nuestra mente. (646)

Danielewski no escatima para nada en ese lenguaje majestuoso con que Lovecraft describe monumentos ciclópeos que prefiguran también ciclópeos constructores (“¿de quién era la casa o de quién es? […] ¿es posible que su dueño siga en ella?” [121]). En cierto momento aterrador de la novela leemos: “Dios es una casa. Con lo cual no quiero decir que nuestra casa sea la casa de Dios o ni siquiera una casa de Dios. Lo que quiero decir es que nuestra casa es Dios” (390). 
Bajo el régimen de una ominosa parodia del lenguaje académico, en la novela se cita una ingente cantidad de apócrifos artículos que analizan el documental de Navidson desde diferentes ángulos. Las interpretaciones cristianas de la casa no dejan de ser más tenebrosas que las nihilistas. En cierto momento se cita con evidente malicia un fragmento del Evangelio de Juan en el que Jesús dice: “En casa de mi padre hay muchas habitaciones”, y esto, en lugar de conferir a la casa un matiz más acogedor, la torna aún más inhóspita. Si ese laberinto infinito de cambiantes pasillos negros y escaleras hostiles, abierto en la casa contra todas las leyes de la física, es la casa de Dios, no nos gusta imaginar al Dios que pueda aguardar allí, agazapado entre sus muros. Un Dios que habite un recinto tan estéril y mudo no podría ser fértil o empático. Por otra parte, las consecuencias psicológicas de recorrer esos pasillos imposibles, y que se diseminan desde Navidson hacia Truant, y quizás hacia nosotros, distan de producir un bienestar espiritual. Dice Danielewski: “el precio potencialmente mortal de contemplar lo que debería yacer escondido para siempre en esas simas negras” (388). O como diría Freud, citando a Schelling, para definir lo siniestro: “todo lo que, debiendo permanecer secreto, oculto, no obstante, se ha manifestado”.



[1] En una reseña de la novela, Cath Murphy afirma: “House of Leaves has a structure of a complexity which would make M.C. Escher weep tears of envy” (2013).

[2] Como sucede en muchas obras de fines del siglo XX (como Ringu de Hideo Nakata o The Blair Witch Project), el motivo del found footage da lugar a una mitología siniestra del VHS (quizás fundada en Videdrome de David Cronenberg). En los umbrales del mundo digital, también la novela de Danielewski encuentra en ese sistema en vías de extinción el medio para para hacer retornar lo reprimido.


[3] Si la extensión es una de las notas distintivas de La casa de hojas - esa extensión que, sumada a su laberíntico formato, favorece el efecto de extrañamiento -, la fórmula parece redoblarse en el proyecto actual de Danielewski: una saga familiar (titulada precisamente The Familiar) planificada para abarcar veintisiete volúmenes de unas ochocientas páginas cada uno. Una obra coral y cosmopolita a medio camino entre la amplificación impresionista de Proust, el collage de Point Counter Point de Aldous Huxley y la poliglosia joyceana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario