Lord Dunsany fue antecedente tanto de Lovecraft (que lo encomió como
“inventor de una nueva mitología y tejedor de un sorpresivo folclore”) como de Tolkien
(quien tomó The Book of Wonder como modelo para The
Silmarillion).
La novela de Dunsany The King of
Elfland’s Daughter (La hija del rey
del país de los elfos - 1924) podría leerse como si estuviera situada en
esa Inglaterra semi-legendaria, la
Britania anterior a la era artúrica, pero posterior a la Tierra Media de El señor de los anillos (bajo la
concepción original de Tolkien, según la cual su mundo es un antepasado del nuestro): una Tierra Media en la Cuarta Edad, la edad de los
hombres, cuando ya los elfos se han marchado a las Tierras Imperecederas y la
magia se ha retirado del mundo. Dunsany parece situar su novela en esa misma era, todavía a medio camino entre la Tierra
Media y la vieja Inglaterra, donde se situarán las
narraciones “menores” de Tolkien, como Egidio
el granjero de Ham o El herrero de
Wotton Major, donde la primitiva historia de Britania todavía cita topónimos originarios de La Comarca donde otrora habitaron los hobbits. Puede imaginarse, si se quiere, que la novela de Lord Dunsany,
colocada en la Tierra Media,
no es sino un recuerdo elegíaco de los hombres acerca de aquellos lejanos tiempos, cuando los elfos
vivían todavía entre ellos:
“Espero que la alusión a un país extraño contenida en
el título de este libro no aleje al lector; porque si bien algunos capítulos
por cierto se refieren al País de los Elfos, en la mayor parte de ellos no se
muestra sino la faz de los campos que conocemos, de los bosques ordinarios de
Inglaterra, de un valle y una aldea corrientes, situados a unas buena veinte o
veinticinco millas de la linde del País de los Elfos”.
De esta novela, que narra con una cadencia melancólica el amor entre Lirazel,
una elfa inmortal, y Alveric, un mortal de noble linaje, es probable que Tolkien
haya tomado las historias especulares de Beren y Lúthien y Aragorn y Arwen, y
la haya superpuesto al componente autobiográfico que lo inspiró.
Resulta extraño leerla como un antecedente del género de fantasía épica,
especialmente cuando uno piensa en la legión de sagas actuales que prolifera en
el mercado editorial. Novelones de mil páginas carentes usualmente de cualquier
clase de densidad poética y que, fetichizando los imperativos de la aventura y
de la construcción de un universo ficcional, parecen por momentos el resultado
de un par de tiradas de dados de rol. La obra de Dunsany es de una belleza
evanescente e inasible. La aventura es sacrificada constantemente a la
atmósfera de nostalgia, a un ritmo narrativo distanciado que recuerda al de las
sagas islandesas o el Kálevala
finlandés, filtrados por el simbolismo y la sensibilidad celtófila de la
generación de Yeats (al fin y al cabo, Dunsany formó parte de esa generación
cardinal de la literatura irlandesa que fue el llamado Irish Literary Revival).
Quizás este ritmo y la densidad lírica son traicionados por la extensión
de la novela, que puede producir un efecto de lectura cansino, opuesto al que
Dunsany logra en las breves y perfectas piezas de Los dioses de Pegana o de El
libro de las maravillas, que tanto estimularon a Lovecraft y donde
sobrevive mejor ese clima dunsanyano de extrañeza mitológica.
La hija del rey del país de los elfos es, al fin y al cabo, un entramado
poético que, aunque por momentos recae en cierto romanticismo hiper estilizado
heredado de los prerrafaelistas, también posee cumbres simbólicas que lo
acercan a lo mejor de Yeats, a la gracia de los relatos de George MacDonald, y
que anticipan la Stimmung tolkieneana,
donde la relación entre la elevada inmortalidad élfica y lo efímero de la
mortalidad humana construyen una filosofía acerca de la relevancia
insustituible de la creencia en lo sobrenatural como estímulo imaginario y
moral.
El país de los elfos, buscado obsesivamente por Alveric, es un símbolo
del inalcanzable anhelo humano por lo absoluto, como la flor azul de Novalis:
la búsqueda por recuperar algo inasible y eterno que los hombres pierden al
salir de la infancia:
“Porque es cierto, y Alveric
lo sabía, que así como el encanto que anima gran parte de nuestra vida,
especialmente en los años juveniles, proviene de rumores que nos llegan del
País de los Elfos por intermedio de varios mensajeros (la bendición y la paz
sean con ellos), del mismo modo vuelven de nuestros campos al País de los
Elfos, para formar parte de su misterio, múltiples recuerdos que hemos perdido
y juguetes queridos que otrora hemos atesorado. Y esto forma parte de la ley de
flujo y reflujo que la ciencia rastrea en todas las cosas; así, la luz creó los
bosques de carbón, y el carbón devuelve la luz; así, los ríos colman el mar y
el mar devuelve agua a los ríos; así, todas las cosas dan y reciben aun la
Muerte.
Luego Alveric vio en el seco
terreno llano un juguete abandonado que todavía recordaba, que muchos, muchos
años atrás (¿cómo podía saber cuántos?) había sido suyo cuando niño, torpemente
tallado en madera; y un desdichado día se le había roto y otro desdichado día
había sido desechado. Y ahora lo veía allí, no sólo entero y nuevo, sino dotado
de misterio, de esplendor y de encanto: el radiante objeto transfigurado que en
su infancia había conocido. Estaba allí dejado del País de los Elfos como las
cosas maravillosas del mar quedan a veces desoladas en arenas baldías cuando el
mar es una lejana masa azul con un borde de espuma”.
Me parece encontrar una extraña versión kafkiana de esta novela y del viaje de Alveric en el relato “Los siete mensajeros”, de Dino Buzzati. Lo confirma, en cierto modo, un previo relato de Dunsany, "Carcassonne", al cual Borges cita como uno de los posibles "precursores" de Kafka, y cuya trama estimo que es la fuente argumental del de Buzzati.

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