El William Blake de Chesterton es un libro demasiado grande.
Su mayor virtud es que Chesterton cree en Blake. Cree en sus visiones místicas
y en lo sobrenatural que éstas comportan. Pero si Blake juraba que sus cuadros y
poemas eran inspirados por el contacto espiritista con ciertas almas célebres
(Cristo, Job, Julio César, Newton o el anónimo inventor de las pirámides
egipcias), Chesterton afirma que estos espíritus no eran quienes decían ser,
sino engañosos demonios o espíritus ladinos, “la canalla del más allá”. Aunque
Chesterton niega los argumentos convencionales de la época por los cuales Blake
podría considerarse un loco, asegura que estos indeseables encuentros
fantasmales serían los que habrían provocado un cierto tipo de locura más
compleja: según Chesterton (y esta es la grandeza extravagante de esta
biografía), Blake no era un loco por afirmar visiones de origen sobrenatural…
estaba loco a causa de lo que estas visiones sobrenaturales le habían provocado
a su vida psíquica; Blake no era un loco por afirmar la existencia de lo
sobrenatural, sino que un contacto desmedido y descontrolado con lo
sobrenatural lo habría enloquecido.
Única como cada página de Chesterton, esta biografía está
saturada de una forma de cristianismo que luego podremos reconocer muy bien en
la teología y la literatura de C.S. Lewis, así como en los símbolos de Tolkien.
Siempre provocando en el lector esa incomodidad devenida de conducir tanto la
fe como la superstición por los caminos del sentido común, produciendo en nosotros
un inevitable y por momentos siniestro asentimiento.

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