Suecia durante la I Guerra Mundial. Un marino especialista en hidrografía y en medición de profundidades marinas se obsesiona, durante una misión, con una pequeña isla habitada sólo por una joven y retraída viuda.
Siendo uno de los autores más vendidos dentro de la diversa estirpe del policial escandinavo, Mankell traslada su capacidad genérica para construir un misterio hacia los delicados mecanismos de una trama existencial: un hombre que intenta develar su propio misterio, el cual, como en un tiro por elevación, abarca el de la mente humana, pero también el misterio de toda una idiosincrasia fermentada en torno a extrañas familias de enorme esterilidad emocional.
El título de la novela parece resumir toda una tradición de crueldad psicológica y autoanálisis en la cultura sueca, que abarca desde el teatro de Strindberg hasta cine de Bergman, y que probablemente puede buscar su origen en el teatro noruego de Henrik Ibsen. No en vano Mankell estuvo casado con Eva, la segunda hija de Bergman.
De hecho, Profundidades (Djup, 2005) de Mankell podría leerse como una versión bergmaniana y retorcida de El difunto Matías Pascal de Luigi Pirandello, aunque una versión ya impregnada de un desasosiego post-moderno (a pesar de estar situada durante la I Guerra Mundial) que la acerca a la esterilidad obsesiva de los personajes de Michel Houellebecq o a los símbolos solitarios y misántropos de Thomas Bernhard y a sus personajes frustrados y suicidas. Podría hablarse de una tendencia post-moderna que, aunque se nutre de diversas tradiciones, mantiene como denominador común una cierta actitud de recuperación del proyecto intelectual del existencialismo (lo cual, comporta, debe decirse, la reivindicación de una cierta forma de concebir el realismo). Así, en esta línea, podrían nombrarse, por ejemplo, no sólo Houellebecq o Bernhard, sino también John Kennedy Toole, Jerzy Kosinski, Raymond Carver, John Fante, Haruki Murakami o Elfriede Jelinek (en Argentina podría hacerse un arco que va desde la onettiana Matilde Sánchez al arltiano Salvador Benesdra): Profundidades me parece enmarcada justamente en esta voluntad existencialista. Y así como uno puede decir que Ampliación del campo de batalla de Houellebecq es El extranjero de los años noventa, o que Corrección de Bernhard logra el perfecto símbolo kafkiano, o que Raymond Carver ha heredado la sutileza patética y profundamente humana de Chejov, lo cierto es que Profundidades podría leerse como la versión más extrema y decadentista de “Wakefield” de Nathaniel Hawthorne, ese relato icónico donde un hombre decide abandonar a su esposa y mudarse a una pensión a pocas cuadras, para regresar muchos años después, como si nunca se hubiera ido. Lo inquietante del cuento, y que se transmite a la novela, es la gratuidad: el personaje no tiene motivo aparente para actuar de ese modo. Igualmente, a Lars Tobiasson-Svartman, el Wakefield de Mankell, sólo lo guía el vértigo de abandonarlo todo, de quebrar el orden social de sus comodidades burguesas, pero no en pos de una aventura, sino más bien azuzado por la curiosidad morbosa de ahondar en sus propios misterios (ese "espíritu de la perversidad" que aterraba a Poe). El método para este sondeo en el corazón de las tinieblas será el engaño. El vértigo de sí mismo, de lo que puede ser capaz, lo lleva a preguntarse: ¿qué sucedería si miento a todos a fin de distanciarme del mundo y bucear en mis profundidades?
Descubre en el engaño y en la destrucción instintiva de su vida, un método de exploración personal, de impulsiva auto-aniquilación, una náusea que le impele a desaparecer.
Y, sin embargo, esta novela no es una obra pesimista. La patológica voluntad de distanciamiento humano del protagonista parece ser el reverso de una fuerte prédica que Mankell elabora a favor de la cercanía.
Una novela invernal donde la atmósfera humana apática e incomunicada, profundamente sueca, estimula el desarrollo de una mente perturbada por la distancias emocionales, dispuesta a explorar las fronteras más lejanas de ese malestar, ansiosa por unirse amnióticamente con su vacío y deseosa con una suerte de heroísmo invertido, como decía Conrad, “a vivir su pesadilla hasta el final”.
Durante la lectura, uno experimenta una extraña sensación de morbosidad e inminencia psicológica, un deseo de avistar la profundidad oscura e insondable del protagonista, de acompañarlo en su caída, sin caer nosotros. Su viaje al abismo interior es el viaje que todos tememos realizar, un periplo cuya oscuridad puede ser despertada con una facilidad terrible: es tan sencillo matar a un ser cercano, es tan sencillo encerrarse en un laberinto de engaños y desmontar la vida que hemos construido, pieza por pieza, con la frialdad de un médico forense. Esa profundidad vertiginosa que busca el protagonista es el mal en su forma más pura: la gratuidad.
Como nota marginal para quienes hayan leído la novela, me gustaría notar que, en todo lo bergmaniano que posee la historia, no cuesta imaginársela como una película sueca de los años cincuenta, con las actuaciones de Gunnar Björnstrand (el rictus y la frialdad van perfecto con Lars Tobiasson-Svartman, el protagonista) y de Liv Ullmann y Bibi Andersson como Sara Fredrika y Kristina Tacker respectivamente (el paralelo perfecto que hacen en Persona, podría reproducirse en Profundidades como una correlación a la distancia)
En una versión actual, el actor danés Lars Mikkelsen resultaría ideal para representar la psicopatía flemática y metódica del protagonista.

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